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4.9.24

La frente de Florencio

(pequeño vistazo a los restos de una biblioteca cuasi legendaria)



Del año 1984 tengo una memoria que persiste y muta cada vez que la visito, o que ella me visita.
Es de mi padre. A veces ante una sábana del periódico El Mundo, otras doblado sobre algún impreso en la mesa de mármol, y las más pocas, buscando algún título, algún ejemplar, algún rastro de algo en una de las tablillas más altas de los libreros de caoba, que enmarcaban la sala a cada lado, del piso hasta el techo.

Cuando yo nací, en el 1969, ya la biblioteca que él y mi madre norteamericana habían armado a través de la casa era una biblioteca adulta, hecha y derecha, abundante y abrumadora. A medida que los intersticios se atiborraban de excedentes y ediciones duplicadas, yo cumplía año tras año hasta que arribó el 1984. En febrero, una semana antes de que mi padre le añadiera una revolución solar más a su medio siglo de existencia, murió Florencio.

Murieron muchos nombres que yo veía a través de toda la casa, pero el de Florencio fue el que yo presencié pasarle factura emocional al viejo. Como si fuera poco, ya que también expiraron el físico Dirac, Foucault, Alfred A. Knopf - cuyo nombre o iniciales marcaban cientos de lomos por todo el hogar - Capote, Jorge Guillén, Shaw, nuestro Abreu Adorno... hasta El Santo, a quién yo sí veía con más frecuencia por la televisión, enmascarado, al acecho, impresionante, aunque yo prefería Titanes en el Ring.

¿Lloró a Florencio mi padre? Unca, mi imaginación queriendo teñir el recuerdo con una pátina sentimental que me haga sentir mejor hoy - no entonces - por no entender porqué esa inmensa colección de libros se había convertido en un hermano mayor cuya sombra siempre me cobijaría.

La culpa es de París, quiero recordarlo susurrar para sí. París se me antojaba culpable por razones malentendidas pero asociadas con acierto al quehacer literario de lo que componía la bohemia, la confluencia de mentes dispares y afines. París los seduce y luego los escupe hecho leña, quebrados, malolientes y delirantes. 

Diez, veinte, treinta y cinco años más tarde - sin sospechar que meses más tarde el planeta entero quedaría preso de un virus incomprensible, misterioso y pa colmo procedente del oriente, de China, ese enorme país que igual era otro planeta - pongo algo de Florencio en mi brazo siniestro, una manga de tinta negra improvisada cubierta de referencias literarias, palabras, juegos de palabras, primeras oraciones de novelas, algunas leídas otras no, símbolos, semiótica corporal de la más sentimental, por no decir cursi. Ya para entonces sabía que 1984 también se había llevado a Brautigan y a Ansel Adams, dos gigantes en mi formación creativa ausentes en mi siniestra. 

Primero llegarían Florencio, Palés, Pynchon, los Bros. Hernández con Mags y Hopey, Llorens Torres, dos hexagramas del I-Ching, la ecuación de la incertidumbre de Heisenberg y hasta una línea de una canción del Grateful Dead. 

Curiosa relación entre la bota de Mags y la frente de Florencio. Dicen que el que sabe, sabe, pero el que no sabe - principalmente mi contingente de amistades norteamericanas - piensan que es el actor Michael Shannon. Actorazo, sin duda, con un semblante muy parecido al de Florencio, curiosamente, y a quién no sólo admiro, pero con el que tengo uno de esos seis grados de separación que culminan en Tocineta.

Mi padre, en proceso de esparcirse por el universo en un soplo de moléculas indestructibles - la materia ni se crea ni se destruye, simplemente es o se transforma, le gustaba enunciar durante sus tertulias en la Bombonera - nunca llegó a ver los rasgos de Florencio, sus heridas, sobre mi siniestro miembro coronado de dedos más o menos inútiles.

Mejor. Porque Florencio ahora me pertenece a mí, y soy yo el que lo deja bocarriba toda la noche con el boquete de una bala polvorienta, vieja pero no olvidada, sangrando como un tiro en la chola. Mags se hace la loca, pero no se resbala, aún cuando duermo y percibo las ganas vampíricas de chuparle la sangre a mi Florencio.

Algunas cosas nunca cambian, dicen, pero por lo menos yo sí las veo moverse de lugar en la oscuridad. Y la oscuridad, como muy bien declaró Battaille, no miente.  

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