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5.12.12

too many emilys



A veces pienso que hay demasiadas Emilys en mi vida, que se multiplican ante mi camino como una broma pesada, como una cosquilla inarrascable que revienta a gritar en medio de un gentío. Todo empezó en mi niñez, cuando escuché esa canción del otrora Pink Floyd fue como escuchar una fuerte premonición. Desde entonces se me cruzan las Emilys y se me ruborizan las verdades.

Por momentos la soledad es como esa colita de humo que se le escapa a un cigarrillo aplastado con ahínco. Entonces aprieta el hambre y se safa la ruta del cauce cotidiano.

Un caveat; una culpa por cada vez que se abrieron los horizontes carnales de las ganas que les he tenido y sin duda tendré de nuevo.

Entonces llegaron las demás, las que le siguieron a esa primera canción, y cabe aclarar que cada una de las Emilys que he visto han pasado a ser canciones, la mayoría de pena -- de olvido -- o desgarradoras baladas cortavenas.

La primera era la hermana, que luego se convirtió en la prima y más tarde en la estudiante dos filas más allá, por la ventana. La cuarta me regaló una maldición y la quinta una enfermedad venérea. La sexta avivó las chispas de una desesperación y la séptima fue la última que lloré. Ocho veces me crucé con la blanca y nueve cambios de ropa le vi a la décima.

Por momentos la soledad es una sucesión de nombres que no logro retener y que siempre me roban la siesta obligatoria del ocaso. Entonces las demás me caen encima como chinches.

A veces pienso regresar a ese momento inocente sin deseos de letras ni alfabetos, pero la realidad es una cruel amante que magulla y cicatriza, dándote pasaje en la superficie de la piel hasta el final de la noche.

Si tan sólo la pudiera ver jugar con el porvenir. 




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